Loyola Palacios, Margot
Nací con el ritmo de la cueca. Diez años de cantarla y bailarla en rodeos me permitieron penetrar e internalizar hasta la embriaguez y el delirio su cuerpo, su espíritu y su latido interno. Del rodeo y la fonda popular ¡oh milagro! pasé a la Universidad de Chile que me ofreció clases en sus famosas Escuelas de Temporada... eran los tiempos de Don Juvenal Hernández y Doña Amanda Labarca. Así recorrí el país durante 14 años, enseñando y aprendiendo. Así también llegué a los libros, documentándome acerca de su desarrollo en el tiempo, sus posibles orígenes, tema sobre el cual aún discuten historiadores, musicólogos y folkloristas, los que sin aunar criterios le asignan diversas fuentes: arábigo-andaluz, africano (del lariate de Quillota), hispano, mapuche, diaguita, etc., y la curiosa propuesta que adjudica su creación a nuestro prócer Don Bernardo O’Higgins. Sin embargo, de tanto discutir acerca de su nacimiento y establecer esquemas coreográficos rígidos y actitudes corporales estereotipadas, se nos está escapando su esencia y su presente que ya es parte de nuestra historia.
Después de un profundo contacto con nuestra cueca nacional pude, con gran esfuerzo y no menos sacrificios, iniciar mis observaciones en fuentes vivas del Perú, Argentina, Ecuador, Guatemala y México, sin apartar mis sentidos de nuestra danza. Esto me permitió revisar y comparar los principales elementos que la configuran, tales como texto, estructura y forma musical, pasos y diseño de piso, estos últimos haciendo entrever su relación con ancestrales culturas agrarias. Con estos elementos los pueblos de Chile, Perú, Argentina y Bolivia amalgaman la gran danza de admirable equilibrio, simetría y perfección en la simultaneidad de versos, frases, compases y evoluciones y, lo que es más irrefutable, dictaminan sin mandatos que sea su danza nacional.